Salimos de Lujan a
las 7.00 a.m., por la ruta 6 camino a Campana. Mucho de esa ruta se había
hundido por la lluvia, dejando huellas más parecidas a placas tectónicas que a
pozos. Fueron varias horas de no hacer nada, pocas de viaje pero bien
aprovechadas (de sueño, de cansancio redimido, de viento desarreglando el pelo
y de baba sobre el bolso de viaje), y varios baches que podrían haber
decapitado a uno de los cuatro. La ruta (autopista) cambiaba de a poco, los
pozos eran casi iguales, e incluso el paisaje fue monótono hasta llegar a
Rosario.
Luego hubo un tiempo de viaje tranquilo, una ida al baño malograda (interrumpida por un perro y su dueña), un fusible quemado y milagrosamente arreglado, paso a la ruta 9, campo, tierra, estaciones de servicio con cafés malos y extremadamente calientes, y finalmente un museo en la costa del Paraná, el M.A.C.R.O (Museo de Arte Contemporáneo), que aún estaba cerrado a esas horas de la mañana.
Las altas temperaturas dejaron paso a veloces vientos, la altitud no habría variado, pero los tiempos eran nublados: el día parecía prometer fresco agradable, y los acontecimientos parecían tomar el curso entre enfermizo y extraño que todos esperábamos.
A orillas del Paraná
se alzaban pequeños barrios con pintorescas casas y chalets con mucho verde, y
algo llamativo era cuan elevados estaban los terrenos donde se construían las
viviendas; algo nos decía que aquí se debía inundar cuando el río crecía por
las lluvias. Lo bueno es que el clima estaba, en apariencia, de nuestra parte.
El almuerzo tardío
nos sirvió Ramen, de carne y pollo dependiendo de los gustos individuales, y la
noche nos esperó con un asado, cuyo fuego fue producto de un agotador esfuerzo
mutuo y el lucimiento de nuestros egos que se negaban a ceder. Acompañado,
elementalmente, de tragos hechos con lo que había, entre Licores, Ginebra,
Vodka, Sprite, Coca y algún energizante.
El segundo día fue
igualmente agradable, algo monótono y excepcionalmente tranquilo, de una
intensidad poco vista en Lujan (ni qué decir Capital). Las calles recorrían las
casas, no personas o autos; fantasmas que parecían farfullar con la voz del
viento mientras hacían un recorrido casi ritual. La casa permanecía vacía,
ocupados como estábamos durmiendo y luego cargando videos/capítulos de Monster,
una serie que muy bien sintetizaba el deseo recurrente y difícilmente expresivo
que guardamos con histérica complicidad.
Entre riquísimo
ñoquis (previa búsqueda incansable de salchichas para darle mayor valor
proteico) , y fresca siestas desde las 06:30 p.m., el segundo día tuvo mucho de
segundo día, con el fresco de un aire acondicionado, unas sábanas probablemente
usadas por Santi, el perro, y el letargo del que salimos cuando ya la noche se
cernía sobre la fláccida lucidez de nuestras existencias.
Segunda parada:
Victoria, Villaguay, Chajarí, Concordia (Provincia de Entre Rios).
Adiós Rosario...
Salimos de Rosario
casi a las 4:00, con el alba dando leves indicios de querer aparecer. El puente
Victoria, con la ciudad a la derecha, moteados de luces y formas espectrales,
convertían el paisaje en un cuadro impresionista vívido, de aquellos frescos
ininteligibles de Monet. Las primeras luces aparecieron en algún momento
indeterminado, entre las 6:00 y 6:30 a.m., y mucho antes de que el sueño
abandonara nuestros cansados párpados, la lampiña luz del sol nos despertó como
un susto. Una parada en una estación de servicio, vejigas descargadas, facturas
“tortitas negras” y un intento de café colmaron una mañana que prometá, ahora
sí, una verdadera aventura dantesca, plagada de Infiernos y, como mucho, Cielos
psicodélicos.
Una corta visita a
Concordia, a un supermercado chino en el centro, nos proveyó de tres flancitos
para el desayuno tardío, y además de la dueña que había reprochado con ojos
gélidos el descuido de un cajero, no vimos gran cosa en esa ciudad, aunque
tampoco tuvimos mucho tiempo para aprovechar nuestra estadía y recorrer
restaurantes. También nos abastecimos de algunos elementos tal vez
innecesarios, golosinas mayormente.
En Chajarí (aún Entre
Rios), comenzaron a aparecer pequeños cartelitos de madera tallada con palabras
claves como "Dulces Artesanales", "Miel",
"Quesos", "Alfajores", "Chucrut"... Esperen
¿Chucrut...? no parecía haber nada en el camino que indicara que estábamos
acercándonos a la Colonia La Alemana de Mandisoví [Ruta Nacional 14 Km. 312 -
Chajarí], fundada en 1883 por Son Miguel Rohrer, uno de los primeros colonos
alemanes en estas tierras. Pero finalmente y ante cualquier réplica, llegamos,
paramos, bebimos y comimos dulces caseros, dejando el lugar en aproximadamente
una hora (y lamentablemente no con muy buen sabor): Lo que parecía ser un
deleite de bebidas amieladas como vino de miel, cerveza de miel, y otros
tragos, no se habían precisamente elaborado con miel, pues eran tan feos que
parecía que habían echado miel a una bebida que todos conocemos y la
revolvieron a cucharita antes de revenderlas... Los dulces tampoco superaron
nuestras expectativas. Y había una gran variedad de embutidos
"alemanes" y escabeches de cualquier animal que camine por aquellas
zonas. Hay que admitir que estando en el medio de la nada este parador te saca
de apuros en cuanto a baños, comida y algunos juegos... aunque la comida no sea
de lo mejor.
Tercera Parada:
Mercedes y Colonia Carlos Pellegrini (Provincia de Corrientes).
Con un desvío
finalmente bien tomado, y pasando un puente en construcción que en apariencia
no se transita desde hace meses, nos acercamos a Mercedes, destino final para
el comienzo de la verdadera aventura, pues es la última localidad habitada
antes del desértico camino a los ansiados Caimanes.
Almorzamos cosas
cuyas descripciones rozarían lo inaudito e inverosímil (golosinas con paté, por
ejemplo), aunque rematadas con una hamburguesa y cuatro empanadas. Los de
Patito, un carro de comidas rápidas, fueron amables en dejarnos abusar de la
mesa, en un punto estratégico a orillas de la plaza, a metros de esa iglesia
entre románica y bizantina, extrañamente evangélica y no católica.
La ciudad de Mercedes
tenía un simpático parecido a su homónima, cerca de Luján, pero ésta, a
diferencia de aquélla, era doblemente aburrida y calurosa. El hielo que
compramos en una heladería se derritió en tres horas, y ahora esperamos que no
sintamos demasiado esa ausencia. Tal vez nos hubiéramos quedado con el Cancerbero
que encontramos luego de nuestro almuerzo al lado de una carroza de los pasados
Carnavales, o lo hubiéramos traído: tendríamos tres cabezas más para pensar.
Tomando el
sendero/ruta en construcción hacia el destino final
Salimos de Mercedes y
sin perder más tiempo, nos adentramos en la ruta/sendero que nos llevaría a
nuestro destino final. Por varios kilómetros aquello no pasaba de una estrecha
ruta, pero luego de una hora aproximadamente vimos que el asfalto dejaba lugar a
tierra y gravilla, hasta que fueron piedras grandes y puntiagudas. Y más aún,
pues a los pocos minutos tractores y otros vehículos de construcción, además de
montículos montañosos de tierra y roca, nos desviaron a senderos más peligrosos
aún. Una pequeña piedra blanca que sobresalía del camino de tierra, del
serpenteante, peligroso y dudoso trecho que nos llevaría hasta los caimanes,
fue el verdugo que bajó inexorable el hacha que tal vez hubiera terminado de
cercenar nuestras cabezas. Una parada de algunas horas, de fastidioso esperar a
que las luces se encendieran e iluminaran estos faroles secos a los que llaman
cerebro, un embudo que sintetizaba nuestra precariedad, aceite sacado de una
galera mágica, y 7 kilómetros más nos dejaron aún en el medio de la nada,
parados y alejados de toda civilización, construcción y existencia humana.
Nuestro coche se había dañado...
Y por más terrible
que se oyera, era increíble ver la cantidad de animales que salían de noche. A
nuestro paso de hombre (en auto), se nos cruzaron varios grupos de aves, una
similar al extinto Dodo, al que no pudimos fotografiar, centenares de
carpinchos que no huían mientras pasábamos a sólo centímetros de ellos junto a
sus regordetas crías, un zorro gris, muchos insectos y perdices. Pero nada de
caimanes...
Finalmente un poco de
aceite y el paso de hombre nos llevó hasta un guía enviado por el dueño de la
posada donde nos quedaríamos (¿Ven por qué es bueno hacer reservas?). El hombre
nos ofreció un poco más de aceite y pudimos finalmente llegar a destino.
Colonia Carlos Pellegrini se nos presentó oscura, lejana, tétrica, de una
salvaje e intransigente naturaleza. Un puente salido del infierno, con vigas de
madera podrida, hierro oxidado y algunas partes adheridas con cuerdas de nylon
o fibra de silicona, nos esperaba con el rugido sepulcral de las aguas agitadas
que chocaban contra sus patas de garza. Las maderas puestas en perpendicular a
la pasarela (dos filas de madera que cruzaban el puente de punta a punta, una
rampa de unos 30 cm. para cada rueda), parecieron estar desintegrándose a
nuestro paso (Rita y yo pensamos mejor y como personas prudentes la cruzamos a
pie); y la rampa, que en partes desaparecía completamente, pues una o dos
maderas faltaban o estaban rotas, parecía invitarnos a conocer el fondo del
Iberá, que en la negrura de esa noche extraordinariamente estrellada, parecía
una superficie de plomo lejana, casi invisible y con un fuerte olor a puerto.
(Muertos de todo el cansancio, a nuestro rescate también vino una mantis religiosa...)
Llegamos finalmente a
la posada “El Yacaré” [Curupi y Yaguarete 3471], una especie de pensión con
estructura de motel Americano cuyos lujos desafíaban el aislamiento al que se
confinó este pueblo olvidado. El agua caliente, aire acondicionado (para este
calor que podría desesperar al mismísimo Satán, si existiera), y la conexión
WIFI hicieron que esta instancia sonara hermosa, metidos como estábamos en la
jungla pantanosa, y que los percances anteriores, que menos de una hora atrás
nos carcomían de a poco, parecieran ser recompensadas con la tranquilidad, la
amabilidad, el confort y los lujos de este sitio perdido.
Comimos en un bar
cercano, la decoración casera y campestre, menúes simples y mucha bebida,
algunos cuadros con la fauna autóctona y pequeños adornos acompañaban la
decoración bastante básica pero acogedora, no habían muchos lugares donde
comer, sólo tres contando la posada donde nos quedábamos.
Lomo en cuadraditos
con salsa de mostaza para los exquisitos, Espagueti para los aventureros (?), y
más tarde volvimos a la posada, que nos esperaba con camas y fresco.
Increíblemente en un
momento de la noche, mientras los esteros se perfilaban en las nubes de mis
sueños, un frío de proporciones casi polares nos agasajó con pericia, y entendí
que los acolchados que cubrían las camas, sospechosas para esa época veraniega,
no eran sólo decorativas. La canción que pretendía despertarnos a las 7:00 a.m.
(California Waiting de Kings of Leon), pareció arroparnos mejor, acariciar los
pies y sonar como una canción de cuna, algo que no hemos predicho ya que
teníamos una actividad planeada para el día.
Cuarta Parada:
Esteros del Iberá (Corrientes).
A las 8:00 a.m. se
dijo, y las 8:00 a.m. comimos el desayuno de hotel, simple y sabroso, como
diría un francés. Lo primero que hicimos
al salir fue llevarnos la sorpresa de que un gigantesco sapo del tamaño de una
mano grande que estaba chapoteando en el balde de agua de la salida del
aireacondicionado... pensábamos que estaba en peligro, que no podría salir,
pero al parecer era un vecino corriente que se escabullía todas las noches para
aprovechar el agua fresca.
Salimos en la
carrocería de la camioneta, media hora atrasados, saltando con los baches y
pozos del mismo camino, con un desvío en el último momento antes de llegar al
puente. El camping Iberá, de una belleza casi minimalista, era un punto humano
en la costa del estero, salvaje y calmo a esas horas de la mañana. El
muelle/puerto nos ofrecía una vista monumental, con el agua extendiéndose hasta
las islas flotantes, límites pantanales hechos de juncos, arbustos, amapolas,
nenúfares, camalotes y ortigas de agua (o alguna variación de ellas). El
cándido sonido de las aguas balanceándose, el sol aún débil jugando con las aguas,
aclarándolas u oscureciéndolas dependiendo del contenido del fondo, el viento
que soplaba frío en forma de brisa rápida, todo formaba un paisaje que a duras
penas pasaría desapercibido para un humano, aún si éste fuera, como nosotros,
un ser imbuido de perversiones del tipo ilustrativas.
La lancha, tan
salvaje como el paisaje (aunque en muy buen estado), fue exclusiva para los
cuatro, y nuestro guía (Renzo, un chico de 21 años, dueño de su propia empresa
turística e hijo del dueño de la posada donde nos hospedamos), con una pericia
propia de una larga experiencia, la arrancó con suavidad hasta adentrarnos al
agua, cuya calma fue interrumpida por las espumas de la nave al moverse. Las
aguas luego empezaron a escurrir rápidas bajo nuestra balsa, y los vientos que
antes golpeaban con suavidad nuestros rostros, pronto se convirtieron en
furiosos rugidos que nos desarreglaron el pelo a tirones. Y sin embargo estaba
todo hermoso, la velocidad, el viento, las espumas a nuestro paso, nuestros
pelos alborotados y los ojos achinados por la fuerza del sol y las ráfagas. En
menos de dos minutos de viaje, yendo por el costado del puente (como un
arrecife en miniatura que obstaculizaba el paso del agua), y pasando esa
peligrosa construcción por debajo, a los costados, avistamos un lobo de agua
(nombre vulgar dado a las nutrias), perdido entre rocas de su mismo color (y
algunos dirán forma). Rache lo vio allí, saliendo del nido como quien no quiere
nada, y antes de que los flashes rozaran sus pelos, desapareció tan
precipitadamente como había aparecido.
Paramos por un
momento frente a la casa de los guardias forestales (o su equivalente para esta
zona), y de allí nos dirigimos, por la derecha, hacia esas islas flotantes que
se adentraban al pantano y luego llegaban a los bosques, con palmares haciendo
frente y luego acacias y otros árboles sin identificar. El primer yacaré lo
vimos en otros pocos minutos más. Tomaba el sol con extrema pereza,
boquiabierto para absorber el calor del sol y atento a las posibles amenazas,
moviendo los ojos para los lados con cautela. Los petirrojos, los chajás, y
pequeñas garzas de distintas especies caminaban sobre los montículos de
tierra, lodo pantanoso y nenúfares suficientemente
firmes como para resistir sus pesos. Fue en uno de esos montículos de tierra
donde descansaba una garza blanca, elegante y delgada fanfarroneando bajo el
sol, cuando sin previo aviso y para sorpresa incluso del guía, un yacaré
intentó cazarla con sus poderosas fauces, perdiendo por poco ante la velocidad
del ave, que dicho sea de paso, parecía muy acostumbrada a estos ataques
fortuitos.
(bandada de Chajás)
Navegamos por algunos
minutos más, con ruidos de monos o los chajás haciendo de banda sonora, cuando
una vez más Rache avistó un yacaré pequeño, de unos 5 años, que descansaba
plácido sobre juncos bajos, rodeado de un arbusto, hacia tierra, y más
nenúfares, hacia el agua. Nos acercamos lo suficiente como para tocarlo (aunque
no lo hicimos, y no por falta de ganas de algunos), y tantas fotos le fueron
tomadas que se ha mostrado digno de una sesión fotográfica exhaustiva a lo La
Chapelle.
(¿Dónde está?)
Así avistamos otros
yacarés (entre ellos uno cuya cola tocaron Rache y su madre, y que quería, la
primera, traerse a toda costa), otras aves, libélulas y hasta un venado, en un
recorrido de poco más de 2:30hs y una veintena de kilómetros. Incluso pasamos a
través de un sendero acuático hecho a base de nenúfares y otras plantas
flotantes, hasta que finalmente todos los límites nos impidieron ir más allá.
Volvimos alrededor de
las 10:45 a.m., haciendo a los pocos metros del muelle una curva digna de
alguna película de 007, a una velocidad en la que muchos tendrían desmayos, y
cuando finalmente estacionamos, vimos tres yacarés más, tan cerca que nos
preguntamos para qué el viaje, si estaban allí mismo.
Nuevamente en la
posada, y luego de un baño, fuimos a almorzar y nos dimos un descanso, a ver si
lo necesitábamos para alguna loca aventura. El lugar elegido fue "Los
Carros" [En Jaguarete y Mburucuya] paredes poceadas en colores fríos y
calidos, ambiente rústico, decorado con partes de máquinas de campo, sombreros
gauchescos, pieles vacunas, y carteles tallados en madera con frases de Oscar
Wilde y antiguos proverbios de la zona. El menú, así como en el otro
restaurante que visitamos, era básico: hamburguesas caseras (con pan casero) y
gaseosas.
Una familia de gatos
siameses de la dueña del restaurante nos daban la bienvenida y muy pronto
descubrimos que no eran los únicos animales del establecimiento. Afuera había
una pequeña granja con qué entretenerse mientras se cocía el almuerzo. Un dato importante es que la señora que
atiende es la que organiza las cabalgatas, ambas cosas es mejor reservarlas.
Finalmente salimos a
eso de las 5:00 p.m. a hacer la caminata, allá en donde antes vimos a los
guardias forestales (o su equivalente para esta zona), un lugar lindo en tierra
que se abría en dos senderos, para un lado y otro de la calle, hasta donde la
vista alcanzaba a ver (o era obstaculizada por los árboles).
Quinta parada:
Caminata a pie en la Reserva Iberá
Una zorra gris
patagónica (y aclaro esa diferencia porque cuando llegábamos a Corrientes vimos
zorros grises salvajes y no eran como ella) rescatada de una granja nos recibió
con alegría, mordiendo a quien la tocara pero con el cariño propio de estos
animales salvajes. También carpinchos y esos pajarracos indefinidos, que
volaban allá donde levantáramos las cabezas. Fue Solembum (no se llama así,
pero es un buen nombre), un gato montés que aparecía en ocasiones, el que no
llegamos a ver, y muchos se lamentaron de ello cuando ya la noche fue
inminente.
Entramos por un
primer sendero que mucho no tenía de oscuro o asustador. Fueron sonidos de
monos (era el sendero de monos), y no los animales propiamente, y arañas
extrañas aparentemente muy venenosas las que nos recibieron. Un recorrido sin
mucha emoción, la verdad. Luego nos adentramos a otro sendero, este más largo y
vagamente más emocionante, donde la recurrente Rache, mientras tomaba un Baggio
de litro y mirando hacia el envase de cartón, vio mágicamente un lagarto overo
adulto que antes de que le tomáramos fotos dignas se metió a su cueva. En este
sendero, más largo y por momentos más tétrico, tuvo su ápice o éxtasis en una
pequeña serpiente de árbol, otro de los mágicos descubrimientos de esta chica.
La pequeña serpiente, de unos 60 centímetros de largo y 3 centímetros de
diámetro, del color de las ramas secas de ese árbol, pronto se metió para
adentro, pero verle la cabecita y el reptante hilo escamoso, valió por esa
caminata vacía y larga.
De venida a la posada
nos quedamos a pescar en un pequeño muelle al costado de la calle, y sin mucho
más que un hilo de nylon de 4 metros y dos anzuelos, un caracol que allí se
encontró y una paciencia aturdidora, pescamos dos palometas y una tararira, que
luego ofrecimos al yacaré que por allí descansaba y a la vez nos hacía compañía
a esas horas.
Volvimos a la posada
y luego de otro baño, salimos nuevamente en una recorrida nocturna, a pasear a
ver si nos encontrábamos con algo, y de vuelta al camping a saludar a algunos
yacarés y comprobar si se podía divisar a todos los que rondaban por allí sólo
con una linterna, ya que los ojos de los yacares y otros cocodrilos brillan delatoramente cuando se los ilumina sosteniendo la linterna por encima del
codo. Nos pareció una locura que mucha gente durmiera en sus carpas sólo a
metros del agua, casi al lado de los reptiles de ojos centelleantes. Luego, y por última vez aquel día, nos quedamos en la posada a
cenar pizza, ramen y una cerveza. Nos acostamos casi a las 00:00hs como el día
anterior y luego todo se hizo oscuro, o muy claro, dependiendo de cómo uno
sueñe.
Sexta ¿parada?:
Vuelta
Nos despertamos a
las 7:30 a.m., desayunamos en seguida y antes de las 9:00 salimos de la posada,
previa foto con el guía y el ajuste de cuentas. Tardamos varias horas en el camino de tierra por haber visto cocodrilos que
Rache quiso cazar, y luego por una pequeña fosa/laguna/pantano que parecía
estar bañada en sangre.
La ruta nacional (no
se qué número) se perfiló tímida en los límites de nuestra visión, pero más
rápido de lo que suponíamos, la tomamos para adentrarnos a Mercedes nuevamente,
y allí almorzar algo que suprimiera nuestro visceral hambre. Entramos en un
restaurante fino, de esos que tienen un mozo-mayordomo que espera a que los
pedidos sean hechos. Pedimos pasta, carne y queso (sorrentinos, ñoquis,
espaguetis y suprema a la napolitana respectivamente), luego un merecido café,
milkshake o manzanas flambeadas, y luego de vuelta ruedas al asfalto. Salimos de
Mercedes alrededor de la 1:30 p.m., por la ruta número 14, y seguimos varios
kilómetros hasta la primera parada (y llenada de tanque). Sin embargo durante
el camino nos bajamos a intentar tomar un cráneo de caballo, otro de los
descubrimientos de nuestra guía particular, de cadáver aún en descomposición y
con el putrefacto olor a cadaverina haciendo entradas y salidas fortuitas por
nuestras fosas nasales. Allí escuchamos algo parecido a maullidos, pero eran
tantos, tan concentrados y de tan baja intensidad que si fueran gatos medirían
tres centímetros, volarían y serían aproximadamente 20 - #inaudito -. La parada
siguiente, como decía, se trataba de una estación de servicio en Curuzú, donde
llenamos el tanque por precaución. El baño funcionaba a monedas.
Seguimos nuestro
camino hasta la siguiente parada, una conocida de haberla visitado de ida. Se
trataba de Chajarí, Entre Ríos, donde el Hulk tatuado ya no estaba y en su
lugar un hombre de rasgos indígenas, que parecía adivinar nuestras penurias,
con una simpática sonrisa nos invitó a que descansáramos, pues falta le hacía a
nuestro conductor.
Los sándwiches
sirvieron para reactivarnos los ánimos, relajarnos, y quién sabe, tratarnos la
piel. Y por supuesto la visita de Anne Rice, que vaya a saber qué mierdas hacía
perdida por allí (en realidad no era ella, pero se parecía muchísimo).
Salimos de allí
nuevamente a los 40 minutos, alrededor de las 6:10 p.m., y seguimos viaje ya
por un centenar de kilómetros. Ahora estábamos cerca de Concordia, donde los
hoteles de cuatro estrellas no venden yacarés frescos (sí, queríamos yacarés
para mascotas, pero nadie dice que no podemos probarlos culinariamente también…
no mataríamos al nuestro, por supuesto, sería más bien como comer un conejo),
donde los escabeches de venado son insulsos o eso queremos creer, y expectantes
porque aquel parador/restaurante que pasamos en algún momento de ida, aparezca
y con sus cordiales carteles nos invite a comer el susodicho animal.
Un desvío nos dejó en
el Parque Nacional "El Palmar" (Colón - Entre Rios). Aunque demasiado
tarde para ver animales, se podía ver kilómetros enteros de palmeras yatay.
Nos desviamos camino
a Lujan a las horas, y durante un largo trecho hubo silencio y sueño. Tras
algunos kilómetros en la nada, volvimos a tomar la ruta que nos dejaría en
nuestras respectivas y ansiadas casas.
Obviamente el viaje
no terminó allí, pero esa es otra historia.
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